Veamos porqué: en primer lugar, los célebres pastorcitos que adornan cada pesebre (un comentario aparte: esta idea del pesebre fue popularizada por San Francisco de Asís, que incluyó al asno y al buey de acuerdo a "La Leyenda Dorada" de Jacobos Vorágine), no podrían haber estado pastando al aire libre para esa fecha. Según Lucas (2:8) "Había pastores de la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño". Eso era imposible en Judea por ser diciembre una estación fría y lluviosa. Ya para octubre los pastores encerraban sus rebaños en los corrales. Además, la célebre estrella de Belén (que era la conjunción de Júpiter y Venus) no apareció en el año 0, sino 4 años antes y tampoco fue en diciembre. Algunos estudiosos del tema sospechan que nuestro Señor Jesucristo nació el 6 de marzo del año 4 antes de Cristo (que dicho de esta forma suena raro).
Resulta que los primitivos cristianos no podían celebrar abiertamente el natalicio del Salvador, por temor a terminar siendo el almuerzo de las fieras en el Coliseo.
Los romanos celebraban dos festividades a todo trapo, una llamada Brumalia (25 de diciembre) y otra llamada Saturnalia (del 17 al 24 de diciembre), conmemorando el día más corto del año, el "Natalis Solis invicti". Este nuevo nacimiento del sol se celebraba con unas fiestas en las que corría el vino y abundaban las conductas que mi abuelita llamaba "reñidas con la moral y las buenas costumbres" (lo que no entendía mi abuelita es que los romanos no compartían su definición de moral y menos aún las costumbres que ella no creía buenas). Si quieren darse una idea de cómo eran estas festividades vayan ustedes al Jardín Botánico y observen la "Saturnalia", escultura de Ernesto Biondi (Morolo 1854 - Roma 1917) que adorna la casa donde vivió el célebre Carlos Thays. Verán que durante estas celebraciones no imperaba un espíritu de "recogimiento cristiano" sino que eran lisa y llanamente una bacanal.
Durante la Saturnalia, la algarabía generalizada permitía disimular la alegría navideña de los seguidores de Cristo. Después continuaron celebrando esta festividad con ramas verdes de las que colgaban pequeñas velas. La festividad semanal del sol (The sun day o Summer Tab, el domingo para nosotros) pasó a ser el equivalente del sabbat para los hebreos, el día de descanso semanal.
La Iglesia oriental y la occidental usaban distintos almanaques. Hacia el año 256, el Papa Juan I encomendó al monje Dionisio el Exiguo, uniformar el cómputo y evitar así que las Pascuas se celebrasen en distintas fechas. Para esa época se utilizaba el calendario Diocleciano, que comenzaba paradójicamente con el inicio del mandato de este emperador considerado el perseguidor impío de la Iglesia.
Con buen criterio Dionisio decidió tomar como fecha de inicio el nacimiento de Cristo, que según sus cuentas había nacido 753 años después de la fundación de Roma. Algo mal debe de haber hecho Dionisio porque Herodes el Grande, con certeza, murió en el 750, por lo tanto, Cristo debe haber nacido entre el 748 y el 749. Igualmente, y a pesar del error, es este calendario de Dionisio el que se continúa usando a la fecha.
Otros autores sostienen que esta celebración tiene su origen en Babilonia (ciudad fundada por Nimrod, nieto de Cam y por lo tanto bisnieto de Noé). Este Nimrod era tan perverso que se casó con su madre, llamada Semíramis. Muerto Nimrod prematuramente, su madre propagó la doctrina de la sobrevida de su hijo-amante como un ser espiritual, reencarnado en forma de árbol.
Cada aniversario de su natalicio (que, ¡oh casualidad!, era el 25 de diciembre) se colgaban regalos de este árbol. Así con que resulta ser que esta inocente costumbre navideña es un rito pagano babilónico.
Para que la historia del arbolito no fuera tan tenebrosa, surge la leyenda de San Bonifacio. Este predicaba la palabra del Señor entre los pueblos germanos –que insistían en adorar al roble como árbol sagrado (de aquí viene otra costumbre sajona: el muérdago, parásito vegetal del roble, garantiza amor eterno a las parejas que se besan en su proximidad)–. Al parecer, San Bonifacio era un hombre de pocas pulgas y un día cansado de esta veneración sacrílega por parte de los druidas, derribó un roble a hachazos. Al caer este, cayeron todos los que lo rodeaban a excepción de un pequeño abeto que San Bonifacio consagró como el árbol de Navidad.
Para tranquilidad de todos, tanto durante la Saturnalia, como en las prácticas de Semínaris y entre las tribus germanas ya existía la costumbre de hacer regalos para esta fecha... O sea ¡Feliz Navidad!