A los habitués de la vida nocturna de Posadas, Misiones, en la década de los ‘80, no les costaba identificar a Luis Raúl Menocchio como un Isidoro Cañones de carne y hueso. Alto, pintón y siempre bien empilchado, la jugaba de playboy y no le iba mal con eso. Plata en los bolsillos nunca le faltaba, aunque no se la ganaba porque venía de los cultivos de yerba mate de su padre, un próspero empresario con vinculaciones políticas que tenía siempre la billetera abierta para él. Eso le permitía ser el alma de la noche comprando tragos, droga y otros placeres en los boliches de la ciudad. Por entonces no había cumplido 30 años y sentía que tenía esa vida asegurada sin la necesidad de rebajarse a trabajar.
Nacido en 1959, lo educaron con esmero, quizás con la esperanza de que algún día se pusiera a la cabeza de la empresa familiar, un establecimiento de 500 hectáreas en la localidad misionera de General Urquiza. También se esperaba de él que incursionara en la política siguiendo los pasos de su padre, que había sido legislador provincial y cumplido una breve gestión como presidente del Banco de Misiones. Sin embargo, a Luis Raúl no le interesaban ni una cosa ni la otra, y cuando los vientos de la prosperidad se convirtieron en ráfagas de adversidad no vaciló en convertirse en un asesino que, para conseguir dinero, dejó un reguero de muertes de un lado y del otro de la frontera entre la Argentina y Paraguay.
No se sabe bien la causa de ese quiebre en el rumbo de su vida, porque se trata de una historia oscura. Hay quienes sostienen que a fines de los ‘80 el padre Luis Raúl fue acusado de vender toneladas su producción que ya habían sido compradas por la Comisión Reguladora de la Producción y Comercialización de la Yerba Mate y debió enfrentar cargos de fraude que mandaron a pique la economía familiar. Otros, en cambio, dicen que simplemente el hombre se cansó de mantener a su hijo y le cortó radicalmente los víveres.
La cuestión es que el hijo pródigo se quedó sin un peso y debió rebuscárselas para seguir viviendo a todo vapor. Así, por una u otra razón, aquel Isidoro Cañones de carne y hueso se convirtió en “El Gusano” o “El hombre de las mil caras”. El segundo apodo surgió por las cirugías estéticas a las que se sometió para cambiar su aspecto y falsear su identidad.
Sus primeros pasos conocidos en el mundo del delito los dio en Paraguay. Cruzó el Paraná a principios de los ‘90 y se instaló en Encarnación, donde ya tenía los contactos y un dinero de origen incierto para iniciar unos emprendimientos con fachada de empresas legítimas.
Primero se asoció con varios empresarios locales para poner una empresa de televisión por cable, una novedad en esos tiempos donde por las pantallas solo podían verse canales de la TV abierta. En negocio funcionaba bien y el dinero entraba a raudales, pero no todos los socios se beneficiaban con él. Aprovechando que estaba a cargo de las finanzas, Menocchio desviaba el dinero para sus propios bolsillos y los de algunos asociados en las sombras –no los legales– que habían puesto el capital sucio que era necesario lavar.
Lo acusaron de estafas, debió dejar la empresa y enfrentar demandas en los tribunales, pero nada de eso lo amilanó. Mientras gambeteaba los procedimientos judiciales de la mano de buenos abogados, montó una nueva empresa, esta vez una transportadora de caudales, cuyos camiones cargados de dinero no tardaron en sufrir una ola de asaltos mientras transitaban la ruta entre Encarnación y Asunción. En este caso Menocchio no tuvo en cuenta que con la plata de los bancos no conviene meterse: lo investigaron y descubrieron que era el cerebro detrás de los robos. Terminó condenado a cuatro años de cárcel por piratería del asfalto.
Recuperó la libertad con el nuevo milenio y se instaló en Asunción, donde pronto recuperó sus viejos hábitos de Isidoro Cañones en los boliches más conspicuos de la capital paraguaya. En el ambiente se lo conocía como “El Gusano” y organizaba fiestas fastuosas entre cuyos invitados VIP se contaban jueces, fiscales, políticos y empresarios, pero esa imagen casi banal ocultaba su verdadera ocupación, la de dealer a gran escala y cobrador de cuentas de la distribución narco en la noche de la ciudad.
La noche del 15 de agosto de 2004, “El Gusano” fue a cobrar una deuda a Eduardo Fidel Maciel, propietario de “Puerto Madero”, uno de los locales nocturnos más famosos de la época. El empresario le pidió un nuevo plazo porque andaba corto de fondos, una excusa que venía repitiendo desde hacía tiempo. Los testigos dijeron después que los dos hombres conversaron un rato amigablemente, sin que se notara ninguna tensión entre ellos, y que “El Gusano” bebió algunos whiskies por cuenta de la casa.
Estaba bien entrada la madrugada del 16 cuando Menocchio, Maciel y la novia de éste, Graciela Méndez, de 19 años, salieron del local y se subieron a la camioneta Ford Explorer del “Gusano”. Fue la última vez que se vio con vida a la pareja, que desapareció de los lugares que solía frecuentar. La policía interrogó al “Gusano”, que aseguró que los había llevado directamente a la casa de Maciel.
Once días más tarde, unos vecinos de Laguna Grande, cerca de la ciudad de Fernando de Mora, encontraron dos tambores de 200 litros semisumergidos cerca de la orilla del espejo de agua. Estaban sellados con cemento y despedían un fuerte olor a podrido. Al abrir el primero de los tanques, la policía encontró el cuerpo desnudo de un hombre con cinco balazos, tres en el tórax y dos en la cabeza; en el segundo había una mujer con dos balas incrustadas en el pecho. El crimen tenía un inconfundible sello mafioso.
Cuando las víctimas fueron identificadas como Eduardo Maciel y Graciela Méndez se libró una orden de detención contra Menocchio, pero hacía días que “El Gusano” había cruzado la frontera hacia la Argentina, aunque como sospechoso estaba impedido de salir del país. Luego se supo que había viajado en avión a la capital argentina, algo imposible sin ayuda desde el poder.
En Buenos aires, el prófugo se sometió a una serie de cirugías estéticas para cambiar su rostro y borró parcialmente sus huellas digitales con ácido. Con ese nuevo aspecto se hizo de un documento falso a nombre de Hugo Jara. Así nació el sobrenombre de “El hombre de las mil caras”.
Se hizo pasar como chef de alta escuela y así lo conoció el productor cinematográfico Claudio Nozzi, con quien trabó rápida amistad y llegó a pasar una larga temporada en su casa, en un exclusivo country del conurbano norte de Buenos Aires. También hacían frecuentes paseos en el yate de Nozzi.
Al mismo tiempo, el falso Jara se hacía pasar ante otras personas como socio de Nozzi, con quien, decía, estaban comprometidos en la producción de una película con un presupuesto de diez millones de dólares. Eso le contó, por ejemplo, a una mujer a la que invitó a navegar unos días por el Paraná en el yate del productor de cine.
A principios de marzo de 2005, la familia de Nozzi denunció a la policía que hacía varios días que no tenía noticias de él. Como el hombre no aparecía por ningún lado, la policía envió una patrulla al yate, que estaba atracado en Corrientes. Cuando los policías llegaron, en el barco todavía había rastros de una fiesta, con botellas esparcidas por doquier. Los atendió Hugo Jara, que se presentó como el cocinero y les dijo que no sabía nada de Claudio, que había bajado a tierra la noche anterior.
El supuesto Jara estaba todavía prestando declaración en una comisaría correntina cuando llegó la información de un cadáver carcomido por los peces que se había encontrado en un banco de arena. El cuerpo tenía cadenas y dos anclas en las piernas, pero quedó al descubierto por la bajante del agua. La autopsia reveló que lo habían asesinado golpeándole con algún objeto la cabeza y, más tarde, el estudio de ADN identificó al muerto como Claudio Nozzi.
Jara se convirtió en sospechoso de asesinato, más cuando se comprobó que sus huellas digitales estaban parcialmente destruidas. Pasaron varios días hasta que finalmente se lo pudo identificar como quién era realmente, Luis Raúl Menocchio, prófugo de la justicia paraguaya y buscado por Interpol. La noticia repercutió en Paraguay, donde el juez Alcides Corbeta emitió un pedido de extradición para juzgarlo por los asesinatos de Maciel y Méndez, pero la justicia argentina se lo negó porque debía procesarlo por el asesinato de Nozzi.
Menocchio aseguró que el cuerpo hallado en el río no pertenecía a Nozzi, sembró dudas sobre el paradero de la víctima, y sostuvo que podría haber escapado con diez millones de dólares que le pertenecían. Con el proceso judicial en marcha, “El Gusano” pasó cuatro años preso, pero fue beneficiado con la libertad condicional luego de que su defensa argumentara que, aunque los familiares de Nozzi reconocieron el cuerpo, las pruebas de ADN no eran concluyentes.
Al salir de la cárcel, Menocchio fijó su domicilio en Misiones, mientras el proceso de extradición a Paraguay seguía estancado. Se presentaba como agente inmobiliario y con esa fachada conoció en 2010 a Manuel Roseo, 76 años, dueño de “La Fidelidad”, una estancia de miles de hectáreas situadas entre Chaco y Formosa.
El estanciero vivía con su cuñada, Nelly Bartolomé, de 73 años. Menocchio le dijo que trabajaba como intermediario y le hizo una oferta para comprar los campos. Quedaron en que, para seguir discutiendo el tema, lo visitaría en el campo.
La mañana del 13 de enero de 2011, a las 7.30, Menocchio llegó al campo de Roseo. No venía solo: lo acompañaban dos sicarios que golpearon a Roseo y a su cuñada y los asfixiaron con bolsas de plástico en la cabeza. Dejaron los cuerpos allí y escaparon sin reparar en que un peón de la estancia había visto todo. Gracias a su testimonio, “El Gusano” y sus dos cómplices fueron detenidos al día siguiente.
“Cuando lo atraparon ya había hecho un boleto de compraventa por los miles de hectáreas. Dijo que había pagado 40 millones de dólares, aunque se demostró que esa operación nunca existió”, explicó después Carlos del Corro, abogado de los herederos de Roseo. Para el letrado, al cometer los crímenes, Menocchio actuó también por cuenta de figuras encumbradas en el poder. “Hubo indicios de que se trató de un crimen por encargo. Menocchio puso en funcionamiento su maquinaria para matar a Roseo a cambio de una parte del botín, pero no podía quedarse con las tierras sin protección política y judicial. Pedimos que se investigara esa hipótesis, pero nunca se avanzó”, dijo el letrado.
En 2012, Menocchio fue sentenciado a cadena perpetua por el homicidio del productor de cine Claudio Nozzi, y un año después recibió otra perpetua por los crímenes de Manuel Roseo Y Nélida Bartolomé.
En 2014, mientras estaba detenido en una celda VIP del penal de Sáenz Peña, Chaco, intentó fugarse con ayuda desde el exterior y fue trasladado al penal de Rawson. Todavía permanece allí y, si alguna vez llega a salir, “El hombre de las mil caras” deberá enfrentar su extradición a Paraguay, donde aún siguen impunes sus dos primeros asesinatos.
Por Daniel Cecchini para Infobae