Cuando el escritor irlandés Bram Stoker creó el personaje de Drácula el vampiro de Transilvania), para su novela de terror publicada en 1897, lo hizo inspirándose en Vlad Tepes, un singular príncipe de Valaquia que vivió en el siglo XV. Según numerosas fuentes, ‘Vlad el empalador’ (como era conocido) padecía una enfermedad llamada ‘porfiria eritropoyética’ la cual se caracteriza, entre otras cosas, por retraer las encías, causar fotosensibilidad (fotofobia), anemia y en la que la ingesta o contacto con el aroma que desprende un ajo puede agravarla.
Respecto a los ajos, el creador del personaje literario difícilmente hubiera podido imaginar que, más de cien años después, la Bioquímica comenzaría a aclarar los efectos del ajo sobre las enfermedades cardiovasculares, los procesos infecciosos y, de un modo especialmente interesante para el conde Drácula, la coagulación de la sangre.
La exhaustiva documentación para crear al personaje de Drácula llevó a Stoker a dotar al mismo de todos los síntomas de dicha patología, de ahí que los vampiros que nos podemos encontrar en cualquier novela, cómic o film sean sensibles a la luz solar (debido a la fotofobia), necesiten sangre para sobrevivir (a causa de la anemia, ya que los enfermos de porfiria eritropoyética debían recibir transfusiones de sangre y cuando ésta aún no existía era ingerida oralmente), les crecieran los colmillos (por las encías retraídas que dejaban al descubierto mayor parte de la dentadura) y ser ahuyentados con una ristra de ajos, que, como he comentado anteriormente, el comerlo u olerlo agrava severamente la enfermedad.
El tema de la estaca de madera y los crucifijos ya es cuestión de la ficción literaria y nada tiene que ver con la patología que originalmente padecía el personaje que inspiró la creación de Drácula y los posteriores vampiros nacidos de la imaginación de otros autores.