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Pinocho ha perdurado en la memoria de generaciones como el drama del muñeco de madera que quería ser niño, lo que despierta la pregunta sobre la misteriosa cualidad que transforma a un leño en “humano”.

En principio es un leño “que habla”, modelado por un viejo que espera ganarse la vida con un títere que cante y baile, pero que resulta ser muy rebelde, a duras penas acepta insertarse en la cultura e ir a la escuela. Si hay algo que atormenta al muñeco es la lucha entre el deber y la tentación por un placer inmediato.[1] Su anhelo de un corazón, los desencuentros con su padre al que desobedece permanentemente, su rebeldía a las normas, caracterizan a este personaje que representa deseos y conflictos de chicos y adultos. Pinocho, como Pigmalión o Frankenstein, expresa la repetida ilusión del hombre de poder crear vida por sí solo, sin intervención de sexo, como el Dios bíblico que plasma a su criatura. Pero el invento se le ha escapado de las manos y hasta se vuelve contra él. Podríamos decir que al Creador le ha pasado algo similar. En el humano se abre paso un deseo que es molesto, travieso, incomoda. Pinocho pregunta, cuestiona, desordena.

 

Uno de los aspectos más singulares del títere es el sorpresivo crecimiento de su nariz cuando dice una mentira ¡Pobre Pinocho, puesto en evidencia cuando pretende ocultar algo! ¿Es esta ocurrencia del autor un elemento casual? O acaso toda la obra apunta, como su nariz, a una dinámica común: el ser humano, a diferencia del resto de los seres vivos, es el único capaz de desobedecer al instinto y de mentir. Pero resulta difícil sostener una mentira, la verdad siempre se abre paso, como afirma el psicoanálisis, a través del inconsciente, en la palabra, a partir de un lapsus, de un acto fallido. Y en lo inmanejable del deseo, y en particular de la manifestación de la masculinidad que no puede ocultarse. Y nos hace pensar que un niño no es un muñeco de madera que fácilmente se pueda domesticar, es alguien que desea, y el deseo genera incomodidad, angustia, aunque por supuesto, también placer. El hombre se vincula con los objetos a través del lenguaje; el habla humana favorece la comunicación y la transmisión, pero al mismo tiempo es ambigua y equívoca. “La verdad solo puede decirse a medias”, decía Lacan, una parte queda oculta. Al ser humano se le plantean enigmas: “¿cuál es la verdad?”, “¿cuál es su lugar en la vida?”, justamente porque sabe que puede engañarse. El hombre duda de los otros y de sí mismo.

 

Freud señaló que el ser humano es lanzado al mundo antes de tiempo, inmaduro, con un bagaje constitucional precario, y por eso necesita asistencia ajena durante mucho tiempo. El hombre conserva características infantiles, sigue siendo cachorro toda la vida, perdura la curiosidad, el interés por investigar, juega. Al nacer precozmente, debe terminar su maduración fuera del útero. Pero esta falta permitirá que su cerebro siga creciendo y se desarrolle más, dando soporte a la posibilidad de simbolizar y elaborar un lenguaje complejo. O sea que de su falta resulta su riqueza. Está abierto al aprendizaje, la falta de información genética la suple con la información cultural. Pero el proceso de significación no es cerrado, absoluto, siempre hay un resto y surge el deseo que nunca se satisface totalmente. Las “aventuras de Pinocho” nos hacen pensar que la vida humana se distingue por la “aventura”, un deseo de “ir por más”, existe algo en lo porvenir que no está totalmente fijado. Cuando una persona se caracteriza por su rigidez de principios y decisiones se lo designa como “aparato”; un aparato articulado es un títere, carece de la flexibilidad que define a la humanidad, con ese “corazón” que espera Pinocho y que remite a los afectos que dan lugar a conductas creativas, erráticas, nuevas. No concordamos con un libre albedrío sin condicionamientos. Debido a nuestra extrema dependencia, siempre somos en relación al otro, si bien el sujeto no es ningún objeto del otro sino lo que surge en la separación. En ese intervalo está el margen de libertad en el que puede dar una respuesta diferente, en la intersección entre libertad y determinismo.

 

El autor de Pinocho fue el periodista Carlo Lorenzini (Collodi), (1826-1890) cuyo estilo directo abrió paso a la modernidad de la lengua italiana. Defendía las ideas de Massini, líder de la Italia unificada, con una doctrina liberal y republicana. Se unió a las fuerzas militares de Garibaldi en la lucha por la independencia, fundó dos periódicos satíricos que fueron prohibidos. Estaba vinculado a la Masonería del siglo XIX, clave en los procesos emancipadores de esa época, con ideales de libertad, igualdad, fraternidad y solidaridad. Sus expectativas republicanas y antiabsolutistas fueron contrariadas por los recurrentes intentos de restablecer el poder de la monarquía. La Italia de la derecha, el abuso de los decretos y programas fiscales, lo llevaron a la desilusión. En su Pinocho hace decir a una marioneta: “Edúcate. No dejes que la gente maneje tus hilos”. Algunos de sus biógrafos sostienen que “Pinocho” encierra símbolos masónicos y expresa su crítica a la injusticia social de su época. Hace una alegoría de la corrupción de la justicia italiana: el niño de madera va a quejarse a un tribunal presidido por un simio, pero el juez se toma a broma su demanda y ordena su encarcelación. Collodi quería dejar claro que la sociedad del momento, en especial la jurisprudencia, tendía a premiar a los que obraban mal y castigaba a los bienhechores. Y el muñeco descubre que a veces, para sobrevivir, necesita actuar al igual que la gente que le rodea.

 

Es preciso que el ser humano entre en la legalidad, acepte sus limitaciones, domine sus pulsiones, para evitar su destrucción y la del ser amado. Culturalizarse evita convertirse en “un burro de carga” y exponerse a manipulaciones tramposas, cual destino que le espera a Pinocho si escapa de la escuela. ¿Cuál es el equilibrio entre restricción y placer, entre trabajo y sacrificio? Pinocho tiene dos finales, en uno muere ahorcado por los que lo engañaron, en otro es rescatado por el Hada de los cabellos azules y puede salvar a su padre, lo que evidencia que ambas posibilidades podrían estar presentes, y en definitiva, que la solución al conflicto siempre es esquiva. Amamos a Pinocho, a su rebeldía, a su alegría ingenua, nos identificamos con su síntoma, ese crecimiento de la nariz que muestra lo que pretende ocultar; y nos aliviamos con su conversión final, la metamorfosis que lo vuelve niño. Aunque en el fondo esperamos que, de algún modo, conserve a su Pinocho.

 

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