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Los hinchas reverencian al 10 en Buenos Aires con el mismo fanatismo con el que antes criticaban su rendimiento con la selección.

Por Federico Rivas Molina / El País

 

Corrientes es la avenida de los teatros de Buenos Aires. El sábado por la noche, una multitud se agolpaba frente al Lola Membrives. Cuando la situación amenazaba con salirse de control, la pantalla gigante que promocionaba una nueva función de Tootsie se apagó repentinamente.

 

 

Cuando se encendió unos segundos después tenía una leyenda en grandes letras blancas: “Messi no está en el teatro”. Había circulado el rumor de que el jugador argentino se encontraba entre los espectadores y allí estaba la horda espontánea que desde hace una semana persigue al ídolo por toda la capital. Los mismos que hasta la obtención de la Copa América, en 2021, llamaban a Messi “pecho frío”, lo idolatran ahora sin matices. A los 35 años, Messi es, al fin, un ídolo de masas en su tierra.

 

 

El jugador “pecho frío” es aquel que no suda la camiseta, un sonámbulo que sale a la cancha solo por dinero, sin pasión por los colores ni hambre de gloria. Los hinchas argentinos no perdonaban que Messi no repitiese con la celeste y blanca la magia que desplegaba en Barcelona. En 2018, tras perder su tercera final consecutiva (una en el Mundial Brasil 2014, las otras dos contra Chile en la Copa América), Messi lamentaba en una entrevista que no se reconociese el esfuerzo de los jugadores. “En cualquier otro país del mundo, un seleccionado que llega a tres finales seguidas sería valorado, pero nosotros no. Acá nos dicen cagones o pecho frío”, se quejó en una entrevista con TyC Sports. El fracaso, ese mismo año, en Rusia, no hizo más que profundizar la grieta que había entre el jugador y los hinchas argentinos. En los estadios se cantaba “Maradona, Maradona” y en los platós de televisión los periodistas despotricaban contra aquel jugador que no cantaba el himno nacional o caminaba en el campo de juego.

 

 

A partir de 2021, todo cambió. Argentina ganó primero la Copa América contra Brasil en el Maracaná, luego la Finalíssima ante Italia y, finalmente, la Copa del Mundo contra Francia en Qatar. Messi había, por fin, neutralizado el hechizo y ya nadie osaba compararlo con Maradona. El pasado jueves, 85.000 personas lo ovacionaron en la cancha de River Plate en un partido homenaje contra Panamá. Casi dos millones de personas habían intentado sacar entradas, sin éxito. Messi tomó el micrófono y habló a la multitud. Volvió, como en aquella entrevista de 2018, a pedir por los compañeros que habían quedado en el camino. “Estamos festejando los campeones”, dijo, “pero no me quiero olvidar de todos los compañeros que pasaron y que también estuvieron muy cerquita. Ellos se merecen el respeto y el reconocimiento de todos también. Disfrutemos esto porque estuvimos mucho tiempo para volver a ganarla”.

 

 

A diferencia de viajes anteriores, Messi no se refugió en Rosario, su ciudad, y se quedó en Buenos Aires. Se mostró con amigos y cenó a solas con Antonella Rocuzzo; fue a bailar con sus compañeros de equipo y saludó sonriente a los hinchas. En las calles de Buenos Aires, Messi fue más el adolescente que descubre de improviso el placer de la fama que el veterano que está harto de ella. Firmó autógrafos sin chistar y hasta bajó la ventanilla de su camioneta para saludar a una familia que lo había reconocido en la autopista. El domingo, la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) le puso Lionel Andrés Messi a un nuevo complejo deportivo en su sede de Ezeiza, a las afueras de Buenos Aires. Y el lunes voló hacia la sede de la Conmebol en Asunción del Paraguay para un nuevo homenaje. Este martes se pondrá otra vez la celeste y blanca para el partido contra Curazao, en Santiago del Estero (norte), última escala de una procesión dedicada al ídolo.

 

 

La capital de la provincia de Santiago del Estero es pequeña y sus habitantes están entre los más pobres del país. Su estadio, el Madre de Ciudades, es, por esas vueltas inexplicables que tiene el fútbol argentino, uno de los más modernos del país. Pero la AFA consideró que quedaba chico para la fiesta de la Albiceleste contra Curazao y le quitó parte de las butacas para ampliar su capacidad de 30.000 a 42.000 personas. De poco sirvió. Como en el partido contra Panamá, las entradas se agotaron en poco más de una hora.

 

 

El fútbol será lo de menos en la noche argentina. Habrá fiesta y la posibilidad de romper varios hitos. Si gana, la Albiceleste alcanzará el primer puesto en el ránking de la FIFA como campeón simultáneo de tres copas, una marca que solo tenían Brasil y Francia. Será también un partido especial para Messi: si convierte, alcanzará los 100 goles con la camiseta de su país.

 

 

Diario22.ar con información de El País







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