La historia de la Polenta corre paralela a la del hombre y a la evolución en la forma de alimentarse. Los legionarios romanos llevaban consigo un paquete de harina de grano molido el que cocinaban como polenta.
Hoy cuando hablamos de Polenta, pensamos a una masa de harina de maíz. Por esto se debe agradecer a Cristóbal Colón quien, al regreso de su primer viaje por el Nuevo Continente, trajo consigo algunas semillas de una planta llamada Maíz (grano de oro, del nombre indígena deriva también el nombre botánico de la planta: Zea mays). Algunos restos paleontobotánicos han permitido afirmar que el maíz era cultivado desde hacía 3.000 años en variedades similares a las contemporáneas y conocido por los Mayas y Aztecas. Fue Venecia a introducirlo en las zonas anegadas del Polisine y en la región del Friuli. Del Véneto, el maíz se difundió en el Piemonte en la mitad del 700 y de inmediato ocupó un lugar relevante en la cocina local.
Después de haber deleitado a los refinados paladares de los señores de la época, la polenta fue dejada de lado convirtiéndose en la dieta de las clases menos pudientes. Al inicio del Ochocientos, período de guerras y carestía fue el plato más consumido por los campesinos, casi siempre sin otro condimento más que la polenta ya que era más barata que el pan y ayudaba a llenar el estómago. Pero era una comida carente de elementos nutritivos y sobre todo de vitaminas y esto causó la difusión de la enfermedad de la Pelagra: producida por falta de vitaminas y causante de trastornos digestivos y nerviosos.
Condimentada con diversas opciones: salsas variadas, carnes, salchichas, porotos, quesos; con el transcurrir del tiempo la polenta se transformó en un plato de la gastronomía de tantos países y, no podía dejar de formar parte de los platos argentinos gracias a tantos inmigrantes italianos.